Cuando escapó de Somalia sin avisar a su familia en marzo de 2016, solo pensaba en permanecer muerto para quienes creían haberlo asesinado y mantenerse vivo para quienes le esperaban en casa esa misma noche.
Meses después, se agacha, acerca sus rodillas al pecho y agarra sus piernas bien fuerte contra sí mismo. Se encoge todo lo que puede, haciéndose aún más pequeño de lo que ya es. Jamal describe las 72 horas que pasó de cuclillas y casi asfixiado con cerca de 200 personas a su alrededor hasta llegar a Italia. Lo hace para contar lo que tantos cuentan tras alcanzar las costas sicilianas: que gente murió, que él con suerte se salvó, que pasó hambre, sed y miedo. Que no había aire para todos y dejó de ser suficiente para tres de las personas que viajaban junto a él. Que consiguió llegar, pero que su historia va más allá de un rescate.
Para contar la razón que le llevó a pasar por cada una de las etapas del viaje, Jamal muestra su tripa, señala su nuca y busca el móvil en el bolsillo derecho del pantalón. Cuando levanta su camiseta, una marcada cicatriz divide su abdomen. En la cabeza se le quedó marcada otra de las amenazas de los milicianos de Al-Shabaab. De su teléfono aparecen varias fotografías.
Jamal muestra una foto en la que aparece junto a su mujer que continúa en Somalia. | Pablo Tosco/ Oxfam Intermón
La historia de cada migrante que pisa Sicilia, que logra pagar el precio de mantener su vida en suspenso durante los meses del viaje, parece una. Pero ya son 131.860 durante este año. Fueron 153.000 en 2015. Más de 10.600 vidas rescatas en tan solo dos días de este mes de octubre. Es la ruta que estuvo y está: antes y después del estallido de la llamada “crisis de los refugiados”. Es una de las pocas puertas por las que es posible entrar a la Unión Europea para pedir la protección internacional que también busca Jamal.
El joven de 23 años trabajaba como intérprete de una organización internacional dedicada a la retirada de explosivos en Somalia que acabó condenándole a la huida del grupo terrorista Al-Shabaab: “Creían que era cristiano porque decían que los ayudaba y me amenazaron”.
En su mente permanecen clavadas tres situaciones que determinaron la decisión de dejar su país. La primera explica el profundo dolor que aún mantiene en el estómago. “Vinieron a casa a por mí. Mi hermana abrió la puerta y la mataron. Entraron y mataron a su marido... ”. Tres meses después, se despertó en un hospital somalí con la cicatriz que divide su abdomen. Fue entonces cuando se enteró del asesinato de su hermana y su cuñado y recordó que era a él a quien querían muerto, pero regresó a casa.
La segunda, sintió que el miedo se multiplicaba entre su familia. “Estaba jugando al fútbol y, cuando volví, mi esposa me dijo asustada que habían vuelto. Me buscaban y querían matarme”.
La tercera fue la definitiva. “Me cogieron otros milicianos, me taparon los ojos y me metieron en un coche. Ellos me preguntaron que si era Jamal. Yo les dije que no, que era Mohammad”, dice torciendo un poco la sonrisa. Me respondieron que lo comprobarían. Si era yo, volverían”.
Ese mismo día Jamal se fue a Kenia. Desde allí, llamó a su madre y a su mujer. “Me dijeron: ‘Quédate en Nairobi, busca un trabajo y no vuelvas a Somalia, quédate allí”, explica. Continuó su ruta por Sudán del Sur (en medio de su propia guerra civil) y después llegó a Sudán, donde esperó dos días para partir junto a los traficantes hacia el desierto del Sáhara, donde permaneció 12 días.
A 80 kilómetros del lugar donde Jamal cuenta el hambre y la sed sufrida durante el camino, Amadou, de Costa de Marfil, recuerda una de las etapas más duras del viaje. “El desierto… joder, fue muy duro. El conductor te maltrata. Cuando el coche se hunde en el fango, quieres beber, hay gente que lleva cuchillos, te pegan, te empujan…”, explica en un centro temporal para menores en situación de vulnerabilidad de la Federación de Iglesias Evangelistas de Italia, apoyado por Oxfam Intermón en Scicli, un pequeño pueblo de la ciudad siciliana de Ragusa.
Después de salir de su país y cruzar Burkina Faso, alcanzó Níger, donde llegó a la ciudad de Agadez, punto de partida de miles de migrantes de África del Oeste para llegar a Libia, explica la ONG. Allí estuvo una semana encerrado en un gueto mientras esperaba a poder cruzar el desierto en una furgoneta repleta de gente. El trayecto duró cuatro días y el agua escaseaba: los traficantes prefirieron aprovechar el espacio que ocupaba el bidón por un pasajero más, describe Amadou.
Para contar los días vividos en su paso previo a Italia, desgranan el significado de la angustia que suele aparecer en las caras de quienes llegaron a Libia para irse cuanto antes. Narran también lo que todos relatan: ese sótano sin ventanas, los golpes rutinarios, aquellas amenazas de traficantes que exigían cada vez más dinero. Y otra vez, hambre; otra vez, sed; otra vez, miedo.
“Ellos mataron a mucha gente en Libia. Si no tienes dinero, te matan. Los traficantes te pegan todos los días…”, dice Jamal. “Vivíamos en un sótano sin ventanas, solo comíamos una vez al día y muy poco. Dormíamos en el suelo, no había colchón. Es muy duro. Muy duro…”, añade.
Libia también fue un infierno para Juliet (nombre ficticio), aunque ella prefiere no detenerse en los detalles. La joven, que llegó hace unos meses a las costas, sonríe de forma constante, mientras por el rabillo del ojo permanece atenta a cada coche que transita por la céntrica calle de Catania (Sicilia) en la que cada día se prostituye junto a decenas de mujeres procedentes de Nigeria y de Europa del Este.
También cruzó el desierto del Sáhara, también enfría su sonrisa al mencionar su paso por Libia, pero detiene con rapidez la conversación poco después de decir mucho: “Ni mi familia ni y yo tuvimos que pagar nada por el viaje”, zanja la joven nigeriana.
El 80% de las mujeres nigerianas que llegaron a Italia en la primera mitad de 2016 son víctimas de trata con fines de explotación sexual, según la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) en agosto. En 2014, alrededor de 1.500 mujeres de esta nacionalidad alcanzaron las costas italianas. El año pasado, la cifra superó las 5.600, según sus datos. La ONU señala que los traficantes utilizan los centros de recepción de migrantes como lugares de captación de muchas “mujeres que se ven obligadas a ejercer la prostitución en toda Europa”. La mayoría, explican desde la OIM, llegan a territorio europeo como víctimas de trata, muchas tras haber sufrido explotación sexual durante el viaje.
Minutos después de despedirse, un coche frena su paso poco después de cruzarse con Juliet. La joven nigeriana corre hacia él, hablan a través de la ventanilla y opta por subirse en el vehículo.
Varias mujeres migrantes desembarcan en el puerto de Catania, Sicilia (Italia) durante mes de agosto. | Efe
Para Omar, llegar a Italia significó que Mammadou ya no esté. “Yo lo intenté, traté de salvarle, pero no pude…”, dice varias veces el joven de 17 años mientras mantiene la mirada fija en el suelo, agotado de rememorar los segundos en los que tan pronto tocó la felicidad de haberlo logrado como se le resquebrajó. Esos segundos en los que vio desaparecer a su mejor amigo entre las aguas del Mediterráneo mientras estaban siendo rescatados.
“Cuando llegó el barco italiano, algunas personas se levantaron con los nervios. Una de ellas era Mammadou, y se cayó. Le vi en el agua… Pero de verdad no pude...”. Omar parece culparse por haber sobrevivido.
Desembarco de migrantes en el puerto de Catania. | Pablo Tosco/Oxfam Intermón
Y cuando una persona se lanza al mar, una familia espera noticias en algún lugar. La de Omar y la de Mamadou lo hacían en Gambia, pero el teléfono no sonó hasta tres días después. “Cuando llegamos a Italia hablé con la madre de mi amigo. Preguntaba qué había pasado. Le dije que se murió. Fue muy duro… Ellos no decían nada. Solo lloraban”. Su cuerpo no ha sido localizado.
Mientras pasaban los días sin comer, ni beber y con poco aire para tantas vidas, Jamal recuerda ver agotarse la de una mujer somalí que viajaba junto a él. También se quedaron en el bote otras dos personas, una de ellas enferma de Malaria, detalla.
Cuatro personas más que se suman a unas cifras que, a pesar de las llamadas a la acción de las autoridades europeas, no cesan. En lo que va de año, 3.605 personas han muerto en su intento de cruzar el Mediterráneo, según los cálculos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), aunque se estima que los números pueden ser muy superiores.
Estas muertes, insisten las organizaciones especializadas, pueden evitarse mediante la apertura de más vías legales de entrada a la Unión Europea. Según Oxfam Intermón, los seis países más ricos del mundo acogen al 9% de la población refugiada. El traslado de refugiados desde campos situados en los países vecinos de las zonas en conflicto, los visados humanitarios, la posibilidad de pedir asilo en embajadas o la reunificación familiar son algunos de los mecanismos que, aunque están a disposición de los países europeos, no se aplican lo suficiente, afirma Acnur.
Tumbas con placas sin nombre de decenas de personas migrantes fallecidas en las costas italianas. | Pablo Tosco/Oxfam Intermón
Cuando Jamal pisó tierra firme, sintió un alivio que pronto volvió a convertirse en preocupación. Una vez que se produce el desembarco, los migrantes suelen ser internados de forma temporal en los hotspot, concepto de centro creado por las autoridades europeas en julio de 2015, que pretende la agilización de la identificación y registro de estas personas donde pueden llegar a permanecer varios meses aunque deberían salir en un máximo de 72 horas.
Un supuesto golpe de suerte provocó que Jamal y otro joven somalí fuesen trasladados a un hostal por las autoridades italianas, explican desde Oxfam Intermón. Finalmente la fortuna no fue tal y, al día siguiente, ya no tenían lugar donde quedarse: pasaron días durmiendo en la calle. A pesar de tener la intención de pedir la protección internacional, no sabían dónde podían acudir para solicitarla. Los días pasaban a las puertas de la Estación Central de Catania, punto de encuentro para migrantes que quieren llegar al norte de Italia -muchos de ellos menores- y esperan a conseguir dinero suficiente para continuar su viaje. Jamal y su amigo querían quedarse en Italia, pero se habían quedado fuera del sistema de acogida.
Jamal vuelve a hablar con eldiario.es meses después de su llegada a Italia. Su voz suena más apagada, su tono más serio. El Gobierno aún no ha resuelto los papeles de su solicitud de asilo por lo que aún no puede trabajar de forma legal. Aunque lleva cuatro meses en territorio europeo, se le percibe desesperado ante un paréntesis en el que siente que su nueva vida no avanza. Está en un país seguro pero no ha encontrado la calma ni la estabilidad económica necesaria para poder ayudar a su familia, que desde Somalia se desahogan y explican las nuevas noticias que aumentan su impotencia.
“Mi hermano murió ayer. Se puso un día antes enfermo y se murió de Malaria. Y mi madre está enferma, tiene hipertensión. Mi mujer me dice que no puede pagarle las medicinas porque no tiene dinero”, explica desde su habitación en el centro apoyado por Oxfam Italia en Pachino. “Quiero que vengan, porque desde aquí no puedo hacer nada. Pero no tienen dinero para venir… Necesito ayuda”.
Aunque hace unos meses nos decía que había decidido quedarse en Italia, la desesperación por ver que su vida en Sicilia no avanza mientras su familia clama su ayuda le empuja a buscar alternativas a ciegas. “Puede que me vaya a buscar otro país donde puedan ayudarme”. Porque huyó, cruzó el desierto, superó el horror de Libia, atravesó el Mediterráneo. Pero su historia no termina con un rescate.